viernes, 16 de septiembre de 2011

A sesenta años de la fundación de la FCPyS


 
Agradezco la invitación a participar en este evento, organizado para celebrar las primeras seis décadas de vida de la Facultad. Cuando la doctora Ángeles Sánchez tuvo la gentileza de invitarme, le propuse tratar un aspecto que me parece importante subrayar: el contexto en el cual se toma la decisión de fundar una escuela dedicada al estudio de las ciencias sociales, y las ideas que Lucio Mendieta y Núñez, impulsor de la propuesta, tenía acerca de las características que debería tener.

Recordé que David Easton --cuando se plantea hacer una revisión del estado de la ciencia política en la segunda mitad de la década de 1980 y principios de 1991--, destaca la importancia de estudiar la historia del desarrollo metodológico de la disciplina, cuidando siempre de establecer la relación con el contexto en que se produce dicho desarrollo.

La modernización del país, y de la UNAM en particular, constituye el contexto en que surge la propuesta de crear la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales. Lucio Mendieta y Núñez, director del Instituto de Investigaciones Sociales durante 27 años (desde su fundación en 1939 hasta 1966), --y a quien, con razón, se le atribuyen los esfuerzos por dar vida a la idea de crear un centro de enseñanza de las ciencias sociales en el país--, escribió pocos años después de la inauguración de la Escuela, su visión acerca de la situación que atravesaba el país en el momento en que se discute y se decide el establecimiento de la nueva escuela.

El creador de los planes de estudio de las cinco licenciaturas que se propusieron al Consejo Universitario (Ciencias Políticas, Ciencias Sociales, Ciencias Diplomáticas, Periodismo y Ciencias Administrativas) consideraba que México estaba aún lejos de superar “los defectos y vicios [que han marcado su] evolución social y política”. Sin embargo, el país se encontraba ante una oportunidad histórica: el gobierno, “formado por distinguidos universitarios”, daba su apoyo a la Universidad construyendo las instalaciones de Ciudad Universitaria y confiándole la función de docencia, investigación y difusión de la cultura.

Esta muestra de confianza se fundaba en la transformación esperada por el gobierno, en primer lugar, pero también por el país.  Las autoridades universitarias --de manera destacada el rector Luis Garrido quien apoyó de manera decisiva la fundación de la escuela--, confiaban en que la Universidad respondería favorablemente al reto planteado. Y el doctor Mendieta y Núñez no titubeó al establecer en quien quedaba la responsabilidad principal: eran los profesores y alumnos de la nueva escuela quienes tenían que cobrar conciencia de la importancia de desarrollar las ciencias sociales en un país con tantos problemas y en un mundo al “borde de una catástrofe” provocada por la pobre percepción de la “interdependencia universal”.

La guerra fría que amenazaba la sobrevivencia de los seres humanos creaba un sentimiento de incertidumbre e inseguridad en los hombres ilustrados de México, que ponían su empeño en el desarrollo de las disciplinas sociales para crear una organización capaz de transformar las condiciones imperantes en el país, y contribuir a un mundo más pacífico, que pusiera al servicio de la humanidad las conquistas del hombre.

Los avances de la ciencia y la tecnología que, de forma inaceptable se traducían en una carrera armamentista que alimentaba una confrontación político-ideológica sin tregua, condujeron a universitarios como Lucio Mendieta y Núñez a confiar en la educación, en la profesionalización de los políticos y los servidores públicos, para contar con hombres “preparados en el campo de la cultura, con visión amplia y generosa”.  Era el antídoto a la política del terror que se vivía.

En el caso específico de la carrera de ciencia política se pensó fundamentalmente en crear políticos profesionales. José López Portillo, entonces profesor de la escuela, escribió en 1957 el artículo “La utilidad nacional de la carrera de Ciencias Políticas”. Según él, le resultaba desconcertante la reacción observada en algunos que escuchaban por primera vez sobre de la existencia de una licenciatura en Ciencias Políticas. La sonrisa esbozada “no era extraña en un país de maravillosa improvisación”.

La Escuela de Ciencias Políticas no había creado un plan de estudios para una nueva profesión de tipo liberal, sino que daba respuesta a una vocación de carácter colectivo, de quienes aspiraban a “vivir en una sociedad mejor”. Por lo cual se esperaba que sus egresados fueran a los sindicatos, gremios, partidos políticos tendiendo hacia su natural destino: el Estado, el puesto de elección o de designación.

El político con estudios, con trabajo de investigación, se esperaba fuera un hombre de acción distinto a muchos de los que el país había conocido y padecido. Una cruel paradoja en la vida de este profesor que compartió en un primer momento la convicción de que la formación universitaria daría a los políticos la mesura y la inteligencia necesarias para conducir las riendas de un país en proceso de modernización.




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